Todo fue culpa de Perón y Evita y la UES y el antiperonismo de mis padres… fue por eso que yo aterricé en medio del año y en sexto grado en un colegio de monjas, sitio donde mi madre había jurado que yo no debía ir nunca porque era muy sensible.
Y sin embargo fui. Apenas terminado el largo período de duelo por la muerte de Evita ahí estaba yo, con mis once años –demasiado alta para mi edad-, pollera azul tableada debajo de la cual se veían dos piernas flaquitas y unos pies tan grandes que me avergonzaban. Ahí estaba. La nueva. Tímida y callada, tratando de entender códigos inexistentes en el colegio inglés del cual provenía: letra gótica y redondilla para los encabezados, tejido, plegarias, bordado realce y otras artes para mí totalmente desconocidas.
El hecho aparentemente trivial que lo ocasionó todo – y que cambió mi vida para siempre, obedeció a la política de aquellos años. El incidente tuvo lugar mientras se realizaba un fúnebre homenaje a Evita, altar cívico con flores y velas incluido, erigido en el hall central de la escuela inglesa. Allí, precisamente allí, en medio de tantas personas falsamente entristecidas, yo no tuve mejor idea que hablar con una compañera y lo que era aun mucho peor, reírme. Apenas terminado el acto, la directora me mandó llamar y enojadísima, tras una larga perorata, me amenazó con la expulsión y la imposibilidad, debida a mi irreverencia, de continuar los estudios en cualquier otro establecimiento.
Cuando volví a casa y, muerta de miedo, se lo conté a mi padre, éste montó en santa cólera irlandesa y me sacó inmediatamente de esa escuela. Hizo algunas averiguaciones y me llevó a un cercano colegio de monjas. Allí, tras revisar mis cuadernos, la Madre Directora (a quien más tarde, ya en la secundaria, llamaríamos Felice Morte) se dignó aceptarme no sin antes señalar lo atrasada que estaba y los denodados esfuerzos que debería realizar para ponerme a tono con el resto de las alumnas.
Fueron días difíciles en esa nueva escuela donde había aparecido, sin anuncio previo, con una valijita azul llena de libros donde aun se leía “Windsor College”. No conocía a nadie y me sentía observada por todas. Por colmo hablaban todo el tiempo de algo desconocido para mí, del próximo retiro –“No se olviden de prepararse para el retiro”- decía por ejemplo la maestra, la Hermana María Inés, y las chicas asentían. Yo no me animaba a preguntar nada, por dos razones. Primero, porque no hablaba con nadie y segundo, porque no quería hacer notar mi ignorancia.
Preocupada, se lo comenté a mi madre que me contestó tranquilizadora: -“No te preocupes. Seguro que eso es para las monjas, no es para vos”-.
Pero mi madre se equivocaba. Era para mí (y las demás alumnas, por supuesto). La diferencia era que las demás sabían de qué se trataba. Y yo no.
Una semana más tarde de mi llegada al colegio, empezó el retiro.
Tempranito, ese lunes helado de agosto, nos hicieron formar, de a una en fondo, una larga fila que incluía a las alumnas de sexto grado y todas las del secundario y nos llevaron a la capilla. Marchábamos en absoluto silencio. Antes se nos había informado de que, a partir de ese momento, regiría la total prohibición de hablar. Habría, además, que mirar al suelo, en actitud de piedad y recogimiento. ¡Mirar al suelo! ¡No! – pensé- eso me condenaría desdichadamente, a mirarme los pies y contemplar esos horribles zapatos de uniforme que odiaba con toda mi alma, unos botines negros y enormes con unas malditas chapitas, -destinadas a evitar el gasto en media-suelas- imagino- y que hacían un ruido tremendo al caminar.
Cuando entramos a la capilla fría y prácticamente a oscuras, observé que en el altar habían puesto una mesa cubierta con un mantel de felpilla roja. Tras ella, se sentaba un cura de anteojos, flaquito y nervioso que resultó ser español y director de los Ejercicios Espirituales, nombre oficial del retiro. Bueno, que el curita, de entrada nomás, nos espetó el tema de ese año. En 1952 meditaríamos sobre la muerte.
Y ahí empezó a hablar y ya no se calló más. Habló horas, durante los tres lúgubres días que habría de durar el retiro, haciendo apenas breves intervalos para recobrar el uso de sus cuerdas vocales, supongo. Hablaba y gesticulaba y daba manotazos sobre la felpilla roja, para apoyar sus argumentos.
-“Preocupaos”- decía porque hablaba de vosotros, -“preocupaos por vuestra pobre alma y olvidad el cuerpo y sus torpes exigencias”.- Y, dando un potente golpe sobre la mesa, añadía.-“Debéis pensar siempre en el instante de la muerte que, a pesar de vuestra juventud, puede estar muy cercano. Volved los ojos al Cristo agonizante!”
Y en esa primera jornada, con intensidad creciente, el discurso llegó a su apoteosis: -“Esta vida terrena todo os lo quitará. Perderéis aun lo más querido. Morirán vuestro padre y vuestra madre…”
A esa altura yo ya sentía una angustia intolerable y se me escapaban las lágrimas. Algunas chicas me miraban de reojo y se codeaban con disimulo. Sabía lo que pensaban “¡Qué tarada la nueva!” pero no podía parar de llorar.
Lo único que quería era irme.
Finalmente, entre nubes, como en un sueño, atiné a levantarme del banco para ir al baño, un lugar maravilloso, donde estaría a salvo de miradas.
Caminé por el pasillo casi en puntas de pie (para no hacer ruido con las chapitas) y huí de la capilla.
Me quedé en el baño, tratando de volver a ser yo misma, de sacarme ese miedo inmenso a quedarme sola en el mundo, a los once años sin mi padre y sin mi madre…hasta que escuché unos pasos. Era la Hermana Consolación de quien sólo diré, basada en el trato que en todos los años siguientes ella nos dispensó, que jamás vi a nadie con un nombre tan mal puesto.
Pero, volviendo a aquel momento, aun recuerdo sus palabras:
-“Señorita: el largo de su falda no es el adecuado para una niña de su edad. ¡Arrodíllese!-
Lo hice. Sin entender el por qué, la obedecí de inmediato. Y ella añadió:
-¡Ve! Arrodillada, el ruedo de su falda no llega al piso y eso no es decoroso. Alargue su pollera para el lunes, sin falta”.
Y, sin decir más y seguida por un remolino de género negro y el entrechocar de de las cuentas de madera de su rosario se alejó y me dejó sola.
Volví a la capilla y aguanté como pude hasta que, por fin, salimos de la capilla y me encontré de nuevo en el patio central, rodeada de chicas calladas, uniforme azul severo y blancos cuellos almidonados, que miraban el suelo y se dirigían a sus filas llevando libros piadosos en las manos, única lectura autorizada en esos días.
Cuando la Madre Directora apareció para darnos las últimas recomendaciones, fue el único momento en que las alumnas pudimos decir algo, al contestar su saludo con un estentóreo ¡”Sin pecado concebida! Pero, eso fue todo, inmediatamente hubimos de volver al mutismo anterior.
En su despedida la Madre pidió que no olvidáramos las sabias palabras del sacerdote, que meditáramos mucho en ellas y que siguiéramos en nuestras casas con la misma actitud que en la escuela. También nos dijo que seríamos observadas, con mucha atención por las monjas y que luego del retiro se leerían listas con el nombre de las alumnas que se hubieran destacado por su piedad.
Recién después salimos a la calle, de la cual yo estaba como olvidada. Me apuré y doblé con rapidez la esquina, para escapar de la Hermana Portera que vigilaba el comportamiento de las alumnas fuera de la escuela.
Entonces sentí un enorme alivio y el deseo de volver corriendo a mi casa para abrazar a mi mamá y tomar el café con leche calentito con el que ella me esperaba todas las tardes.
Teresa
Y sin embargo fui. Apenas terminado el largo período de duelo por la muerte de Evita ahí estaba yo, con mis once años –demasiado alta para mi edad-, pollera azul tableada debajo de la cual se veían dos piernas flaquitas y unos pies tan grandes que me avergonzaban. Ahí estaba. La nueva. Tímida y callada, tratando de entender códigos inexistentes en el colegio inglés del cual provenía: letra gótica y redondilla para los encabezados, tejido, plegarias, bordado realce y otras artes para mí totalmente desconocidas.
El hecho aparentemente trivial que lo ocasionó todo – y que cambió mi vida para siempre, obedeció a la política de aquellos años. El incidente tuvo lugar mientras se realizaba un fúnebre homenaje a Evita, altar cívico con flores y velas incluido, erigido en el hall central de la escuela inglesa. Allí, precisamente allí, en medio de tantas personas falsamente entristecidas, yo no tuve mejor idea que hablar con una compañera y lo que era aun mucho peor, reírme. Apenas terminado el acto, la directora me mandó llamar y enojadísima, tras una larga perorata, me amenazó con la expulsión y la imposibilidad, debida a mi irreverencia, de continuar los estudios en cualquier otro establecimiento.
Cuando volví a casa y, muerta de miedo, se lo conté a mi padre, éste montó en santa cólera irlandesa y me sacó inmediatamente de esa escuela. Hizo algunas averiguaciones y me llevó a un cercano colegio de monjas. Allí, tras revisar mis cuadernos, la Madre Directora (a quien más tarde, ya en la secundaria, llamaríamos Felice Morte) se dignó aceptarme no sin antes señalar lo atrasada que estaba y los denodados esfuerzos que debería realizar para ponerme a tono con el resto de las alumnas.
Fueron días difíciles en esa nueva escuela donde había aparecido, sin anuncio previo, con una valijita azul llena de libros donde aun se leía “Windsor College”. No conocía a nadie y me sentía observada por todas. Por colmo hablaban todo el tiempo de algo desconocido para mí, del próximo retiro –“No se olviden de prepararse para el retiro”- decía por ejemplo la maestra, la Hermana María Inés, y las chicas asentían. Yo no me animaba a preguntar nada, por dos razones. Primero, porque no hablaba con nadie y segundo, porque no quería hacer notar mi ignorancia.
Preocupada, se lo comenté a mi madre que me contestó tranquilizadora: -“No te preocupes. Seguro que eso es para las monjas, no es para vos”-.
Pero mi madre se equivocaba. Era para mí (y las demás alumnas, por supuesto). La diferencia era que las demás sabían de qué se trataba. Y yo no.
Una semana más tarde de mi llegada al colegio, empezó el retiro.
Tempranito, ese lunes helado de agosto, nos hicieron formar, de a una en fondo, una larga fila que incluía a las alumnas de sexto grado y todas las del secundario y nos llevaron a la capilla. Marchábamos en absoluto silencio. Antes se nos había informado de que, a partir de ese momento, regiría la total prohibición de hablar. Habría, además, que mirar al suelo, en actitud de piedad y recogimiento. ¡Mirar al suelo! ¡No! – pensé- eso me condenaría desdichadamente, a mirarme los pies y contemplar esos horribles zapatos de uniforme que odiaba con toda mi alma, unos botines negros y enormes con unas malditas chapitas, -destinadas a evitar el gasto en media-suelas- imagino- y que hacían un ruido tremendo al caminar.
Cuando entramos a la capilla fría y prácticamente a oscuras, observé que en el altar habían puesto una mesa cubierta con un mantel de felpilla roja. Tras ella, se sentaba un cura de anteojos, flaquito y nervioso que resultó ser español y director de los Ejercicios Espirituales, nombre oficial del retiro. Bueno, que el curita, de entrada nomás, nos espetó el tema de ese año. En 1952 meditaríamos sobre la muerte.
Y ahí empezó a hablar y ya no se calló más. Habló horas, durante los tres lúgubres días que habría de durar el retiro, haciendo apenas breves intervalos para recobrar el uso de sus cuerdas vocales, supongo. Hablaba y gesticulaba y daba manotazos sobre la felpilla roja, para apoyar sus argumentos.
-“Preocupaos”- decía porque hablaba de vosotros, -“preocupaos por vuestra pobre alma y olvidad el cuerpo y sus torpes exigencias”.- Y, dando un potente golpe sobre la mesa, añadía.-“Debéis pensar siempre en el instante de la muerte que, a pesar de vuestra juventud, puede estar muy cercano. Volved los ojos al Cristo agonizante!”
Y en esa primera jornada, con intensidad creciente, el discurso llegó a su apoteosis: -“Esta vida terrena todo os lo quitará. Perderéis aun lo más querido. Morirán vuestro padre y vuestra madre…”
A esa altura yo ya sentía una angustia intolerable y se me escapaban las lágrimas. Algunas chicas me miraban de reojo y se codeaban con disimulo. Sabía lo que pensaban “¡Qué tarada la nueva!” pero no podía parar de llorar.
Lo único que quería era irme.
Finalmente, entre nubes, como en un sueño, atiné a levantarme del banco para ir al baño, un lugar maravilloso, donde estaría a salvo de miradas.
Caminé por el pasillo casi en puntas de pie (para no hacer ruido con las chapitas) y huí de la capilla.
Me quedé en el baño, tratando de volver a ser yo misma, de sacarme ese miedo inmenso a quedarme sola en el mundo, a los once años sin mi padre y sin mi madre…hasta que escuché unos pasos. Era la Hermana Consolación de quien sólo diré, basada en el trato que en todos los años siguientes ella nos dispensó, que jamás vi a nadie con un nombre tan mal puesto.
Pero, volviendo a aquel momento, aun recuerdo sus palabras:
-“Señorita: el largo de su falda no es el adecuado para una niña de su edad. ¡Arrodíllese!-
Lo hice. Sin entender el por qué, la obedecí de inmediato. Y ella añadió:
-¡Ve! Arrodillada, el ruedo de su falda no llega al piso y eso no es decoroso. Alargue su pollera para el lunes, sin falta”.
Y, sin decir más y seguida por un remolino de género negro y el entrechocar de de las cuentas de madera de su rosario se alejó y me dejó sola.
Volví a la capilla y aguanté como pude hasta que, por fin, salimos de la capilla y me encontré de nuevo en el patio central, rodeada de chicas calladas, uniforme azul severo y blancos cuellos almidonados, que miraban el suelo y se dirigían a sus filas llevando libros piadosos en las manos, única lectura autorizada en esos días.
Cuando la Madre Directora apareció para darnos las últimas recomendaciones, fue el único momento en que las alumnas pudimos decir algo, al contestar su saludo con un estentóreo ¡”Sin pecado concebida! Pero, eso fue todo, inmediatamente hubimos de volver al mutismo anterior.
En su despedida la Madre pidió que no olvidáramos las sabias palabras del sacerdote, que meditáramos mucho en ellas y que siguiéramos en nuestras casas con la misma actitud que en la escuela. También nos dijo que seríamos observadas, con mucha atención por las monjas y que luego del retiro se leerían listas con el nombre de las alumnas que se hubieran destacado por su piedad.
Recién después salimos a la calle, de la cual yo estaba como olvidada. Me apuré y doblé con rapidez la esquina, para escapar de la Hermana Portera que vigilaba el comportamiento de las alumnas fuera de la escuela.
Entonces sentí un enorme alivio y el deseo de volver corriendo a mi casa para abrazar a mi mamá y tomar el café con leche calentito con el que ella me esperaba todas las tardes.
Teresa
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